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María Isabel Gamboa Barboza

MARÍA ISABEL GAMBOA BARBOZA

DATOS PERSONALES

Fecha de Nac.:        26 de enero de 1968

Teléfono:                 (00506) 8891 3531

Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.  

Doctorada en Estudios de la Sociedad y la Cultura (UCR), socióloga e historiadora. Autora de más de veinte artículos periodísticos y más de 10 ensayos científicos, publicados en revistas nacionales e internacionales. Autora de los libros: “Veinticinco cuentos perversos” y “En el Hospital Psiquiátrico, el Sexo como (lo) cura”.

 

ANA

Isabel Gamboa Barboza

Ana se encerró en su casa después de comprar suficiente comida para sobrevivir los meses que faltaban. Estaba decidida a evitar que la vieran en ese estado simplemente porque aquello era un error. Tras los comestibles, preparó todo con la agencia y depositó el dinero en una cuenta.

Y comenzaron a pasar las semanas que, una más otra, fueron siendo meses, y de tanto tiempo que tuvo, tuvo muchos pensamientos. Pensó que, a fin de cuentas, no era tan malo lo ocurrido. Era, como diría Cuauhtémoc Sánchez en el libro favorito de Ana, Sin Cadenas, una oportunidad que le había metido ganas de vivir con decisión. Rumió que cuando se acabara todo se iría con el dinero a ese lugar y ahí viviría sola y sin penurias. Pensó que dejaría esa casucha fermentada con sus dolores y los dolores de las decenas de familias que la habitaron antes de que ella decidiera desaparecer de la casa de su familia y mudarse ahí. Se convenció de  que al irse de ese sitio sería como volverse a ir, pero esta vez, sí de verdad y para siempre. Especuló que olvidaría por fin a esa madre, extraña y solitaria, que siempre la trató como a un íncubo. Y de tanto que pensó y confirmó, no se dio cuenta de que los meses ya deberían haber terminado.

Nadie supo nada porque nadie la extrañó, no hasta que notaron un aumento de ratas en sus propias cocinas y llamaron al Jefe Político.

Cuando entraron en compañía de la autoridad, vieron el cuerpo podrido de Ana  tirado en el piso y repararon en que estaba muerta, pero se movía. Advirtieron, poniendo mucha atención y curiosidad, que de entre sus piernas salían dos pequeños piececillos que arrastraban el cuerpo inerte de su madre.

 

¿Quién se mueve, la luna o yo?

Por: Isabel Gamboa Barboza

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Mientras noche tras noche paseaba mi mirada sobre la luna –caminando y deteniéndome, deteniéndome y caminando – me obsesionaba la idea de si la luna se movía, si era yo, o si éramos ambas.

En ese entonces vivía yo en Junquillo Abajo de Puriscal y estudiaba, infamemente, en la escuela del mismo nombre. Infamemente porque mi maestra -una mujer poderosamente amargada y violenta- solía agarrarme de una oreja y jalarme, desde el rincón del aula donde me sentaba intentando protegerme del grupo y de mi propia timidez, hasta el frente de la clase. Una vez ahí, se encargaba de hacer evidente mi ignorancia preguntándome cosas que ella sabía, de antemano, no podría contestar.

Yo no era la alumna favorita de ninguna “niña”, como se le dice paradójicamente a las maestras de primaria. No tenía una mejor amiga, ni una familia que me abriera una rendija al amor. Estaba entonces terriblemente sola y asustada todo el tiempo.

Mas, de la soledad y el miedo me salvaban las piedras y las olominas que vivían en la pequeña quebrada que pasaba por un lado de mi casa, los caballos y las vacas de las fincas vecinas, los árboles de los potreros, las candelillas y carbunclos que salían en las noches y, por supuesto, la luna que me inquietaba buenamente.

En esos días no pensaba en el futuro porque mi breve cuerpo apenas me alcanzaba para sobrevivir la vida diaria llena de personas adultas que, como el director de mi escuela, no parecían tener vocación para el cuidado de menores de edad. Precisamente este señor pasó un día por la casa a buscar a mi madre. Les escuché mientras jugaba con unas raíces que se ocultaban tras decenas de arbustos. Quería saber si mamá me mandaría al colegio. Cuando escuchó su negativa, suspiró aliviado y afirmó que, si así hubiera sido, él habría tenido que reprobarme porque, dijo: «Esa chiquita es muy tonta y no sirve para el estudio».

Las palabras del director, un funcionario público que tenía la obligación de protegerme, enseñarme y motivarme, me llegaron como un golpe en el pecho. Por un período sentí una humillación que quemaba mis ojos y mi boca paralizándome el habla y la mirada.

Pero luego, transcurridos algunos años durante los cuales no estudié más que las ropas, los pisos y los trastes que fregaba en las casas donde era empleada doméstica –el único destino posible para mí, dado el juicio del director y la indolencia de mamá-, logré ir al colegio nocturno de Puriscal y, posteriormente, a la universidad, donde estudié, para mi delicia y felicidad, dos carreras y varios grados y posgrados académicos. 

Hoy, mientras escribo este ensayo, reflexiono que, probablemente, la maestra y el director hicieron lo que pensaban que era su deber y prerrogativa, dada esta sociedad nuestra, que insiste en poner a la niñez como la diana sobre la que dirigen, a manera de dardos, las miserias de la subjetividad adulta.

Hoy, pienso que es posible que lograra estudiar debido a que pude descreerle a ese director que quiso signarme como ignorante y a esa maestra que afrentaba mi alma a través de mi oreja, y debido a que, al mismo tiempo, logré construir un poco de fe en mí misma. 

Pero hoy que escribo esto también me acuerdo de don Luis Mora, el orientador del colegio. Fui con él cuando me enteré de que había algo que se llamaba “universidad”, y a tropezones de voz le dije que quería ir allí. Cuando, extrañado, me indagó por la razón de tal deseo, yo que, la verdad, en ese momento no sabía bien qué era una universidad, qué era estudiar, ni menos qué era una carrera o profesión, le contesté rápidamente: “¡Porque tengo muchas preguntas!”. Estaba pensando en mis paseos con la luna...

 

LA LLAMADA

Isabel Gamboa Barboza

En la mañana saludé y hasta sonreí –cómo me arrepentiría después de esa sonrisa- tuve hambre y comí, caminé y entré, miré y hablé. 

No sabía nada, aunque ya había ocurrido hacía algunas horas. Debí notar que el aire estaba ralo, que los yiguirros de la casa se pusieron a gritar pidiendo un agua que no había, que los ríos se ensuciaron más y las flores se opacaron. 

Debí saberlo cuando, a pesar de que comí  no me llené, y aún cuando hablé no escuché. 

Pero –debí saberlo- no lo supe.

Hasta que atendí el teléfono con un pedazo de miedo en la mano y una sordera en mi oído. 

Ella iba a morir.

 

 

 

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